El día 2 de abril de 1927 se introdujeron en la casa cinco empistolados, apostándose en el ingreso; el que los dirigía cerró con llave el cancel del zaguán. Sorprendido por el arbitrario quebranto a la intimidad de su hogar, exigió Ezequiel una razón suficiente para justificar tamaño proceder; la respuesta de los invasores fue amagarle y proceder al cateo de la vivienda, destruyendo y robando a discreción, en medio del azoro de los niños.
A su regreso, su esposa abordó la situación con cautela, pero fue inútil; las órdenes eran terminantes y debían ejecutarse sin compasión. Ezequiel ni siquiera pudo despedirse de su esposa, a quien amaba entrañablemen¬te; en su lugar le dirigió una mirada de tristeza.
Las horas siguientes transcurrieron con rapidez. En las estrechísimas celdas de la Inspección de Policía, llamadas con propiedad lobas, tabique de por medio, se encuentran Ezequiel y su hermano Salvador; se les acusa sin materia para ello, de fabricar parque para los cristeros.
Las horas de esta injusta reclusión suponen el drama, el dolor y la impoten¬cia de dos inocentes que deben morir para servir de escarmiento a los católicos de la resistencia. El sargento Felipe Vázquez ordena la aplicación del tormento común: suspender a los prisioneros de los dedos pulgares y azotarles las espaldas. Se quiere arrancar de sus labios, entre otras cosas, el sitio donde se ocultan los presbíteros José Refugio y Eduardo Huerta Gutiérrez. En realidad, al primer verdugo, general Jesús M. Ferreira, no le interesa tanto el dato, sino cebarse en la vida de los chivos expiatorios que ha elegido.
Los labios de Ezequiel entonan como respuesta a las preguntas de sus victimarios, el himno eucarístico: Que viva mi Cristo/ que viva mi Rey/ que impere doquiera/ triunfante su Ley. A golpes, hasta dejarlo inconsciente, lo callan. La inerme víctima, es devuelta a la loba. Al recuperar el conocimiento, reza: “Señor, ten piedad de nosotros, Cristo ten piedad de nosotros…”. Sabe que su muerte es inminente y se prepara a ella. Su última providencia es en favor de su familia: “dígale a mi esposa que, en la bolsa secreta de mi pantalón, tapada con el fajo, traigo una moneda de oro que es lo único que no me quitaron”.
Subieron a los hermanos Huerta al vehículo donde se traslada a los delincuentes comunes, una como jaula, la “julia”, en labios del pueblo. Con la sirena encendida recorren la distancia que separa la Inspección de Policía del cementerio de Mezquitán. En un extremo de ese lugar aguarda un piquete de soldados, frente a los cuales son colocados Ezequiel y Salvador; éste dice a su hermano: Los perdonamos ¿verdad? Los perdonamos, responde Ezequiel. El primero en morir fue Ezequiel, acto continuo lo siguió su hermano. Después de la ejecución, sus cadáveres fueron arrojados en una misma fosa, cavada con antelación. Urge borrar todo rastro del crimen, pues, según calcula el verdugo, entregar los cuerpos de las víctimas a la familia convocaría una vez más a los indignados católicos tapatíos