Ejecución

El 1 de abril de 1927 fue fusilado. Días antes había encontrado refugio en la casa de la familia Vargas González, en calle Mezquitán 405,2​ Guadalajara. Tras cuidadosas pesquisas, los agentes del gobierno supieron su paradero y planearon aprehender en un solo acto a algunos católicos representativos. Además de Anacleto, fueron detenidos Luis Padilla Gómez, secretario de la Unión Popular; Heriberto Navarrete, encargado de la misma; Miguel Gómez Loza, don Ignacio Martínez, el joven Agustín Yáñez, Antonio Gómez Palomar y su hijo Antonio Gómez Robledo y muchos más.

La captura de Luis Padilla Gómez la dirigió el general Ferreira; la de Anacleto se la encomendó al jefe de la policía del estado, Atanasio Jarero. Yáñez, Gómez Loza y Navarrete, puestos a salvo oportunamente, no fueron tomados presos, aunque este último lo sería en la Ciudad de México.

Sitiada la casa de los Vargas González, se procedió al arresto de los moradores y al saqueo de la vivienda. Anacleto fue despertado por las voces de alerta de sus huéspedes, se enfundó en su overol de obrero, su última prenda, corrió al patio de la casa, que advirtió sitiado, regresó al interior y, oculto bajo una mesa, destruyó la documentación más comprometedora. Ninguno de los moradores de la casa portaba un arma. Se arrestó a toda la familia. Los hermanos Florentino, Jorge y Ramón Vargas González fueron trasladados al Cuartel Colorado; Anacleto a la Dirección General de Operaciones Militares; a las mujeres se les encerró en la que fuera Casa Episcopal, convertida ahora en Inspección de Policía. Una vez identificados, se remitió a los Vargas González al Cuartel Colorado.

El general Ferreira, urgido por mandato directo de la Presidencia de la República, necesitaba ejecutar cuanto antes a los reos. Ordenó, pues, torturar a Anacleto recurriendo a un refinado suplicio, entonces en boga: suspenderlo de los pulgares, flagelarlo, descoyuntarle los dedos y herirle las plantas de los pies. Un golpe brutal de fusil casi le desencajó el hombro. Ferreira quería saber nombres de personas comprometidas con la resistencia, centros de acopio, procedencia de recursos, pero, sobre todo, el paradero del arzobispo Francisco Orozco y Jiménez.

La noticia de la captura corrió toda por la ciudad. Un numeroso grupo de personas se agrupaba en las calles aledañas al Cuartel Colorado. Un funcionario público, el magistrado Francisco González, emparentado con los Vargas González, obtuvo el amparo de la Justicia Federal en favor de los reos, sin embargo, la sentencia era irrevocable y urgía cumplirla antes de que los católicos protestaran a su modo.

A las dos de la tarde, tras liberar a Florentino, uno de los hermanos Vargas González, los otros prisioneros fueron conducidos al paredón; tras un simulacro de juicio sumario, acusados del secuestro y asesinato del ciudadano estadounidense E. Wilkins, se les condenó a sufrir la pena capital. Las versiones de la ejecución que proporcionan las diversas fuentes, indican que primero fueron pasados por las armas Luis Padilla Gómez, Jorge y Ramón Vargas González; quedando con vida solamente Anacleto dijo: “el juez que me juzgue a mí también los juzgará a ustedes”. Ferreira, ordenó a un soldado lo apuñaleara por la espalda, con bayoneta, perforándole los pulmones. Los certificados de defunción de los ejecutados, asentados la mañana siguiente en distintas partidas, indican que murieron de “herida de bala” en domicilios distintos. En el margen derecho de dos de estos documentos aparece, la firma del Gobernador de Jalisco, Silvano Barba González.

González Flores fue fusilado acusado de asesinar a soldados federales.

En el cadáver de Anacleto se pudieron evidenciar las marcas de los azotes, los pulgares descoyuntados, las plantas de los pies con escoriaciones profundas, el hombro dislocado y la tremenda puñalada que le costó la vida.

Una ambulancia, estilando sangre, trasladó los despojos de los caídos al patio de la Inspección de Policía, donde se les arrojó en el patio. Una turba de curiosos pudo atestiguar la escena. Ferreira, muy turbado, se apersonó en el lugar; exigía continuaran los arrestos. La cacería ciertamente continuó; por órdenes de Ferreira fueron arrestados y fusilados algunos católicos prominentes, entre ellos los hermanos Ezequiel Huerta Gutiérrez y Salvador Huerta Gutiérrez, estos dos últimos, padres de familia, fieles colaboradores a la causa, y que además escondían a dos sacerdotes, sus hermanos José Refugio y Eduardo. Los hermanos Huerta Gutiérrez fueron fusilados bajo la orden del General Jesús M. Ferreira la madrugada del 3 de abril de 1927 sin juicio alguno, tras una tortura similar a la recibida por Anacleto González Flores.

Los maltratados hombres, golpeados y torturados a sangre fría, fueron guiados con pies descalzos y sin piel en las plantas, desde las oficinas de la comandancia de policía ubicada en el centro de la ciudad de Guadalajara hasta el Panteón de Mezquitán, donde finalmente fueron pasados por las armas. Sus cuerpos fueron sepultados allí mismo, sin lápida ni marca y no se supo de ellos hasta varios años más tarde, cuando hijos de los fallecidos se dieron a la tarea de buscar el lugar donde fueron sepultados. Sus restos actualmente reposan en la parroquia de Jesús en Guadalajara, muy cerca del Santuario de Guadalupe donde, en una capilla, reposan los restos de Anacleto González Flores.

Semanas más tarde, el general Jesús M. Ferreira fue removido de su cargo. En 1929, durante el interinato del presidente Emilio Portes Gil, se le degradó. Murió en 1938. Por ironía de la vida, aunque murió en el estado de Sinaloa, fue sepultado en el cementerio municipal de Guadalajara, muy cerca de los restos de quienes fueron asesinados por mandato suyo.